Cuando la luz del infinito...
Hay una momento en nuestras vidas, y sólo uno, en que te puedes sentar en un campo, verde, nublado, pero sólo lo suficiente para que el sol no te dañe, húmedo, pero no para que se contagie de ello tu ropa, fresco, sin frío, airoso, pero sin que el viento ofenta tu cara, amplio, sin que te sientas abandonado, y silencioso mas no demasiado.
Entonces tu miras hacia delante y no te preocupas en ver si las condiciones se cumplen todas. Tus ojos dejan de mirar el entorno, no necesitas oir nada. El viento entra a tu cuerpo como el único alimento que tu necesitas.
Piensas.
Respiras.
Te tranquilizas.
Sientes, entonces, un pequeño dolor en la parte trasera de tu cabeza, te esfuerzas en respirar lo más abundantemente posible. Decides sacar todo el aire de tus pulmones, luego levantas tu cabeza y comienzas a aspirar, esperando que tu pecho sea infinito y no tengas que dejar de inhalar aquel Levante perseguido por trompetas altruístas que se acercan y se alejan como si corrieran en espiral hacia ti desbocados por un hambre imparable de movimiento y del deseo por entrar jubilosos a tu cuerpo corroido segundo a segundo bajo aquel infame tumor iracundo que te destruye de la cabeza a los pies.
Lloras.
Deseas romper y arrancar tu playera en dos, si es que no pudieras ayudar también con tu boca. Deseas gritar. Desas brincar. Deseas golpear el núcleo el corazón de aquella maldita upupa que dirige la vida de tu malestar y de tu excecrable condición.
Lo descubres, has hayado al enemigo furtivo que te mantiene doblegado y posesa del sufrimiento.
Lo miras.
Lo hueles.
Te das cuenta entonces y sólo por un momento de tu grandesa escondida tras tu debilidad que te mantenía opacado y sonámbulo. Observas de nuevo al sicofante, él se vuelve desconcertado.
Lo han mirado.
Extasiado se retorcerá ante ti.
Pietro Zruski
Entonces tu miras hacia delante y no te preocupas en ver si las condiciones se cumplen todas. Tus ojos dejan de mirar el entorno, no necesitas oir nada. El viento entra a tu cuerpo como el único alimento que tu necesitas.
Piensas.
Respiras.
Te tranquilizas.
Sientes, entonces, un pequeño dolor en la parte trasera de tu cabeza, te esfuerzas en respirar lo más abundantemente posible. Decides sacar todo el aire de tus pulmones, luego levantas tu cabeza y comienzas a aspirar, esperando que tu pecho sea infinito y no tengas que dejar de inhalar aquel Levante perseguido por trompetas altruístas que se acercan y se alejan como si corrieran en espiral hacia ti desbocados por un hambre imparable de movimiento y del deseo por entrar jubilosos a tu cuerpo corroido segundo a segundo bajo aquel infame tumor iracundo que te destruye de la cabeza a los pies.
Lloras.
Deseas romper y arrancar tu playera en dos, si es que no pudieras ayudar también con tu boca. Deseas gritar. Desas brincar. Deseas golpear el núcleo el corazón de aquella maldita upupa que dirige la vida de tu malestar y de tu excecrable condición.
Lo descubres, has hayado al enemigo furtivo que te mantiene doblegado y posesa del sufrimiento.
Lo miras.
Lo hueles.
Te das cuenta entonces y sólo por un momento de tu grandesa escondida tras tu debilidad que te mantenía opacado y sonámbulo. Observas de nuevo al sicofante, él se vuelve desconcertado.
Lo han mirado.
Extasiado se retorcerá ante ti.
Pietro Zruski
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